Se puede pensar en la crisis como un momento de transformación o ruptura. Esta concepción de la crisis no solo como una condición de incertidumbre, riesgo, amenaza y ruptura sino también como un momento de intervención decisiva se ha desdibujado en medio de la instantaneidad de los hechos que se filtran a través de las redes sociales y las noticias en televisión. En otras palabras, cuando se trata de las tendencias actuales de la gobernabilidad democrática no se puede establecer una distinción clara entre transformación y ruptura. Además, el papel de la política como mediador de procesos está manchado por un entorno altamente polarizado y la politización de las políticas públicas. La política necesita liderazgo, la gobernabilidad necesita instituciones y el cambio colectivo es más legítimo en un sistema democrático. En consecuencia, tiene poco sentido hablar de crisis o ruptura de la democracia, sin reconocer primero el problema e identificar una agencia capaz de realizar intervenciones decisivas hacia una resolución. Cualquier transformación puede pensarse como un proceso de destrucción y construcción, un momento de transformación inherentemente dialéctico. Como sugirió Norberto Bobbio, la dinámica de transformación, particularmente la que involucra al poder político, se puede pensar esencialmente como el surgimiento de nuevas comunidades en viejos órdenes políticos. Entonces, lo que estamos experimentando hoy en la gobernabilidad democrática es ¿transformación o ruptura?
¿Transformación o Ruptura?
Se ha intentado entender la diferencia entre crisis (percepción de fracaso) y transformación (momento de intervención política decisiva) en la gobernabilidad democrática. Seyla Benhabib, por ejemplo, sostiene que esa diferencia puede tener su origen en la distinción implícita de Marx entre sistema y crisis vivida. Esto fue retomado por la Escuela de Frankfurt y finalmente reflejado en la distinción de Jürgen Habermas entre racionalidad y crisis de legitimación. Mientras que Marx pasó por alto convenientemente el vínculo entre el sistema y la crisis vivida, Habermas asumió una simple correspondencia entre un déficit de racionalidad y una retirada de la legitimación social. En ambos casos se reproduce la separación dualista de sistema e integración social, sistema y mundo de vida.
Distinguir grados de transformación puede ayudar a explicar aún más la diferencia con la ruptura. La transformación puede implicar una intervención decisiva intencional en respuesta a un fracaso percibido o no intencional, poniendo en juego lo que los teóricos del caos denominan “efectos mariposa.” El efecto mariposa es la idea de que las cosas pequeñas pueden tener impactos no lineales en un sistema complejo. El concepto se imagina una mariposa batiendo sus alas y provocando un huracán. Por supuesto, un solo acto como la mariposa batiendo sus alas no puede causar un huracán. Como tal, aplicado a la gobernabilidad democrática, ayuda a explicar cómo los sistemas completamente deterministas pueden crear un comportamiento impredecible, y como resultado, distintos grados de eventos transformadores. Por ejemplo, decisiones de ir a la guerra, de no responder a una pandemia o de aumentar los impuestos; la aceptación de comportamientos corruptos; optar por desinformar; restricción de libertades; o la firma de un acuerdo comercial.
La noción de Antonio Gramsci de un equilibrio catastrófico, en el que lo viejo está muriendo, pero lo nuevo no puede nacer, ofrece otro nivel de distinción entre transformación y ruptura. Aparecen una gran variedad de síntomas mórbidos, pero la muerte no ocurre es una descripción particularmente acertada de la situación actual que enfrentan muchas democracias. Para muchas democracias electorales antiguas y nuevas, esto puede caracterizarse como un período de fracaso económico / de igualdad / inclusividad prolongado, pero no concebido en términos de una crisis política. Manuel Castell en su reciente libro, Ruptura: la crisis de la democracia liberal, aporta insumos a la noción de ruptura. Manuel Castells intenta dar sentido al escenario político actual, que, para el autor, se caracteriza por la ruptura de la relación entre gobernantes y gobernados. La ruptura en este caso se centra en la falta de confianza en las instituciones políticas, como los gobiernos, y es el corazón de la crisis de la democracia liberal, que deslegitima los modelos de representación política tradicionalmente aceptados.
Lo Contornos de la Crisis Democrática
Las antiguas y nuevas democracias electorales se encuentran hoy en un momento en el que la unidad y coherencia de sus sociedades está en peligro. El dilema explicado de forma simple; elecciones relativamente transparentes y justas llevan al poder a líderes que afirman que pueden representar los mejores intereses de la gente, pero una vez en el cargo, quienes votaron por estos líderes se dan cuenta que estos no necesariamente representan sus intereses. La polarización, el tribalismo, el autoritarismo, las políticas de identidad y la desconexión ciudadana y las restricciones a las libertades, como un virus, descienden y corroen la legitimidad de los principios y sistemas de gobernabilidad democrática, creando una sensación de crisis. Ante la crisis, populistas ofrecen una alternativa anti sistémica a los votantes, culpando a las fuerzas externas, insinuando frívolamente que ellos pueden resolver el problema rápidamente, aunque sin abordar la raíz de los problemas ni ofreciendo un liderazgo decisivo para iniciar el proceso de transformación del sistema. Por naturaleza, el populismo, el nacionalismo y el aislacionismo son divisivos y destructivos.
Antes de solucionar un problema, es necesario que primero los que forman parte del sistema y aquellos que tienen el poder de transformar el sistema reconozcan el problema. Además, debe haber una demanda para cambiar de aquellos que no están contentos con sus representantes electos. Esta es la agencia necesaria para cambiar y transformar. Cuando y si eso ocurre, hay dos caminos disponibles; primero, reestructuración estratégica y segundo, adaptación gradual. Independientemente del camino que se tome, el cambio debe redefinir de manera efectiva las responsabilidades y los límites del gobierno y las relaciones ciudadanas, estableciendo nuevos parámetros o lo que Claus Offe ha llamado “política coyuntural” o la democracia cotidiana.
Son tiempos caóticos en los que sistemas enteros se unifican en crisis y esperan la transformación como condición de su evolución estructural y la formulación de un nuevo proyecto de gobernabilidad democrática. Durante las últimas cinco décadas, pero de manera más intensa durante las dos últimas décadas, las limitaciones sistémicas que afectan la transformación de la gobernabilidad democrática revelaron una relación mucho más compleja entre el Estado como actor y el mundo circundante a nivel global y local. En gran parte, es la velocidad del cambio interno en las comunidades políticas lo que ha limitado la transformación. La política interna parece estar superada por cambios demográficos y económicos duraderos que escapan parcial o totalmente al control directo de los políticos. Hoy en día, las personas están más educadas, tienen acceso a más información, tienen mayores aspiraciones, tienen más libertad para tomar decisiones y tienden a estar más abiertas a la diversidad y la inclusión.
Hoy en día, las personas están más educadas, tienen acceso a más información, tienen mayores aspiraciones, tienen más libertad para tomar decisiones y tienden a estar más abiertas a la diversidad y la inclusión. Sin embargo, ni instituciones ni partidos políticos han logrado alinear su respuesta a esta nueva realidad, y esta es otra señal de la crisis. La falta de anticipación y de mirar adelante es tanto una respuesta al miedo a cambiar el statu quo, así como un reflejo de la poca capacidad de respuesta del sistema de gobernabilidad democrática. Las dimensiones del cambio, como la globalización y la descentralización, deben reconsiderarse como un proceso plural y no singular. Estos están planteando nuevos retos con nuevas dimensiones. El Estado nacional y sus actores se enfrentan a nuevas interacciones entre factores externos e internos. Se acabó el período del Estado nacional (siglos XVII y XVIII), que se caracterizó por un gobierno no democrático y una clara demarcación entre el campo interno y el externo. Esto no significa, sin embargo, que el “Estado” haya perdido su principal relevancia funcional que está ligada inmutablemente a su razón de ser. El Estado ya se adaptó y ajustó, por ejemplo, acomodando elementos más democráticos. En la medida en que existe cierta validez sobre un papel en declive del Estado en asuntos macro, existe también un peso similar al argumento de que el Estado está forjando un nuevo papel democrático en los niveles meso y micro.
Como argumento Jan Aart Scholte la erosión del control de la autoridad pública en temas internos y externos, como la seguridad, la salud, la intervención electoral, es una manifestación de cierta pérdida del monopolio de la gobernabilidad efectiva heredada de una época en que los territorios del Estado estaban claramente determinados geográficamente. El sector público parece entonces incapaz de concebirse de forma creíble en la perspectiva weberiana de un servicio público “racional y racionalizador.” Existe una brecha creciente entre el Estado y las fronteras. La noción monolítica de Estado concebido como territorio, cultura e instituciones nacionales está en crisis. Con él, también se ven afectados varios fundamentos de la vida democrática. Hay signos en declive de legitimidad, una creciente fragilidad del apoyo del electorado a los partidos tradicionales y cada vez más difícil para los responsables de formular políticas convertir las palabras en acciones, consenso y proyectos políticos. Los legisladores y los ciudadanos se enfrentan a una expectativa paradójica de ciudadanos divididos entre, por un lado, el deseo de que los gobiernos gestionen las políticas de manera eficiente y competente, y, por otro, la aspiración de mayores niveles de rendición de cuentas y participación en las decisiones públicas.
La Re-formación de la Gobernabilidad Democrática
La ausencia a largo plazo de cualquier acción política capaz de reconciliar las metas económicas con los objetivos sociales ha fomentado algunas formas de vínculos con el pasado y con algunas formas de populismo, gobierno nacionalista y autocrático. En algunos países el debate ha suscitado el cuestionamiento de un modelo de Estado como garante de los valores colectivos y encarnación del interés general y como omnipotente en el ámbito político y administrativo. En otros, el debate se centra en la redefinición de la identidad cultural. Además, en otros casos existen muchas tensiones entre un pasado donde el Estado tenía un rol definido y un presente en el que debe definir un nuevo rol, por ejemplo, en la política social, la creación de empleo y las redes de seguridad. Además, en la mayoría de los países clasificados como democracias, existe tensión entre sus sistemas políticos actuales y la desconfianza del electorado hacia partidos políticos y la representación.
En su análisis sobre el estado-nación en Europa occidental, Stanley Hoffmann observa que: “los estados-nación – a menudo incipientes, económicamente absurdos, administrativamente destartalados e impotentes pero peligrosos en la política internacional – siguen siendo la unidad política humana básica a pesar de todas las protestas y exhortaciones. Continúan evolucionando faute de mieux (por fatal de mejor) a pesar de su supuesta obsolescencia.” En efecto, el proceso de transformación vigente no significa necesariamente el fin del Estado y, como en los últimos cuatro siglos, el Estado del siglo XXI seguirá siendo más bien una forma híbrida del modelo heredado de los siglos XIX y XX. El Estado sigue siendo el punto de convergencia de muchas expectativas sociales, políticas y económicas.
Además, al describir el estado actual del Estado, Wolfgang Streeck and Philippe C. Schmitter sugirieron que el Estado moderno es un complejo amorfo de agencias con fronteras mal definidas, que realizan una gran variedad de funciones no muy distintivas. De manera similar, Bob Jessop argumentaría que el Estado no existe realmente como un sistema relativamente constituido, internamente coherente, organizacionalmente puro y operacionalmente cerrado, sino más bien como un sistema emergente, contradictorio, híbrido y abierto. Sin embargo, podría ser más apropiado sugerir que el Estado incluye una pluralidad de instituciones (o aparatos) y su unidad, lejos de ser un hecho, se ha reconstituido políticamente continuamente. Hay más estados reconocidos hoy que nunca y, sin embargo, se pueden identificar más de 10,000 grupos étnicos en todos estos estados. Por tanto, la reconstitución orgánica de la comunidad política siempre está naturalmente en marcha.
Como se experimentó en los últimos cinco siglos, el Estado ha evolucionado continuamente. Lo hizo no solo porque la esfera de acción y, por ende, la pluralidad de instituciones se ha expandido gradualmente, sino también porque su unidad se ha reconstituido políticamente continuamente como resultado de fuerzas o variables centrífugas y centrípetas. Como se ilustra en la Gráfica 1, desde mediados del siglo XVII el Estado expandió su esfera de influencia de la dimensión internacional a la intermedia y local. Su expansión y transformación también han sido moldeadas y remodeladas por fuerzas centrífugas (desde afuera) y centrípetas (desde adentro). Estas fuerzas reflejan la dimensión política, la constante desagregación y agregación del poder, los niveles de voluntad y legitimidad políticas y la evolución de las instituciones y comunidades. Las tendencias de transformación han sido más intensas y complejas en los últimos 150 años y, dadas las fuerzas centrífugas y centrípetas actuales en juego, se espera que aumente la intensidad y complejidad de la transformación estatal.

Hoy el Estado está siendo remodelado por fuerzas centrífugas, a través de las cuales el poder, la legitimidad, la voluntad y las instituciones se están expandiendo desde el centro del Estado hacia afuera, a dimensiones regionales e internacionales. La globalización, aunque criticada, parece ser todavía un factor dinámico para la evolución del Estado. No hay un gobierno global del que hablar, aunque ya existen mecanismos políticos globales en funcionamiento, como las Naciones Unidas, las organizaciones políticas regionales (es decir, la Unión Europea, la Organización de Estados Americanos) y las organizaciones multilaterales de financiamiento. Si son aún relevantes, o efectivas es otro tema, pero esa arquitectura multilateral está ahí y sirve como base para transformarla y hacerla relevante a la actual realidad y los desafíos vigentes.
Tampoco hay evidencia de una sociedad global, o los estados aún no son responsables ante un tipo de ley global. Hay algunos valores globales, como los derechos humanos, el cambio climático, la lucha contra la corrupción y algunos mecanismos para interpretar y sancionar el derecho internacional. Sin embargo, a pesar de estas limitaciones y tendencias cambiantes, hay muchas fuerzas centrífugas en juego hoy que dan forma a la transformación del Estado. Por ejemplo, los estados están siendo presionados por una gran cantidad de factores económicos y tecnológicos. De manera similar, el comercio internacional ha trascendido fronteras. Una cultura regional y global en el sentido antropológico ha comenzado a tomar forma gradualmente, especialmente en las áreas del diálogo político (es decir, derechos humanos, pobreza, alivio de la deuda, cuestiones de guerra y paz, inclusión de género). La concepción clásica de soberanía ha evolucionado paralelamente al proceso de consolidación de los esfuerzos de integración económica. Como reacción, existen crecientes tensiones en algunos Estados para traer de regreso al nacionalismo y el aislamiento.
El Estado también está siendo remodelado por fuerzas centrípetas, a través de las cuales el poder, la legitimidad, la voluntad y las instituciones se están expandiendo desde el centro del Estado hacia adentro, a dimensiones regional y locales. Los procesos democráticos, la descentralización y la desconcentración están evolucionando lentamente y, a diferencia de la dimensión exterior, el espacio en la dimensión interior tiene más estructura de gobernabilidad. Las aspiraciones de gobernabilidad democrática han contribuido a crear estructuras de toma de decisiones y mecanismos de participación ciudadana. Si son efectivas es otro tema, pero esa arquitectura para la gobernabilidad descentralizada está ahí. Hoy, las fuerzas centrípetas también están en juego y están dando forma a la transformación del Estado. Si bien la mayoría de los estados están cediendo gradualmente parte de su control en asuntos macroeconómicos y comerciales a las estructuras globales, las entidades políticas regionales y locales también están comenzando a adquirir más autonomía, autoconfianza y determinación. Entidades descentralizadas dependen cada vez más de las interacciones y las aportaciones locales y regionales. En estos espacios del Estado se ha intensificado el intercambio de valores humanos y cada vez más vinculado a estructuras de micropoder. Estos a su vez se vuelven más sofisticados y complejos a medida que se refuerzan los mecanismos de control y participación ciudadana.
A medida que el Estado experimenta un proceso de transformación, también lo hacen las estructuras de poder. Las funciones clásicas y tradicionales asignadas al Estado y al sector público son cada vez más desagregadas. Por supuesto, existen variaciones en la intensidad y las tendencias entre los estados, y el alcance del desglose depende de otras variables, como el nivel de desarrollo institucional, la centralización / descentralización y el desarrollo económico. El argumento subyacente es que las responsabilidades, la gestión de conflictos y la elección de políticas siguen estando dentro de la esfera del Estado, aunque el Estado ha cedido ciertas responsabilidades a estructuras localizadas y globalizadas. A su manera, esta dinámica está señalando un cambio de una era marcada por el rechazo a la intervención estatal a una donde hay nuevos actores y estrategias sociopolíticas multinivel desde donde se pueden lanzar nuevas acciones para promover la integración social, el desarrollo económico y respeto por los derechos y las diferencias culturales. Dicho de manera más enfática, quizás el patrón más significativo discernible hoy en la reasignación de la autoridad estatal implica un proceso de bifurcación en el que los mecanismos políticos a nivel del estado-nación están, en diversos grados, dando espacio a formas más integradoras de gobernabilidad democrática a nivel local. Y a formas más limitadas y menos completas a nivel mundial. Esto lo ha confirmado la dinámica actual del Covid-19.
*Fuente de la foto: Pexel, 2020