Recientemente hemos visto una ola de escándalos de corrupción de alto perfil en casi toda América Latina. Por ejemplo, el caso de Guatemala que implicó tanto al ahora ex presidente y su vicepresidenta; el de Brasil, donde están implicados funcionarios públicos de alto nivel vinculados a la empresa de petróleo y gas Petrobras, y otro caso donde un ex presidente está acusado de lavado de dinero; el de Bolivia que involucra a la ex novia del presidente y a una empresa china y otro relacionada con el fondo de desarrollo indígena; el de Chile, que involucra al hijo de la Presidenta y otro que involucra a su nuera; el de Panamá que implica a un ex presidente, que dejó el país para evitar un juicio en su contra por las escuchas ilegales y mal uso de más de $ 1 mil millones de fondos públicos, así como el caso de seis de sus ex ministros y viceministros bajo investigación por el robo y mal uso de fondos públicos; y el de Honduras donde millones de dólares de fondos públicos del sistema de salud del país se utilizó para financiar una campaña electoral. Estos casos han alimentado la alta percepción de corrupción que continua afectando a América Latina. Si bien la corrupción y este tipo de escándalos es un desafío en toda sociedad en el mundo, ha sido consistentemente más persistente en América Latina. ¿Por qué?
Datos recientes confirman que la corrupción es percibida como una de las cinco principales preocupaciones para en América Latina, junto al crimen y la violencia, las oportunidades económicas, la desigualdad y la impunidad. Es más, un reciente análisis que mira a varios indicadores gubernamentales de éxito en la lucha contra la corrupción, encontró que en promedio, los gobiernos en América Latina son menos exitosos en la lucha contra la corrupción que los gobiernos en Europa Occidental y América del Norte, e inclusive por detrás que Europa del Este en la promoción de gobiernos limpios. El último Latinobarometro muestra que solo el 52% de los latino americanos cree que sus gobiernos tienen la capacidad de combatir contra la corrupción.
El análisis de Transparencia Internacional para el 2015 muestra que la calificación promedio para América Latina fue de 40 sobre 100 en el Índice de Percepción de la Corrupción (IPC). Dentro de la región, la percepción de la corrupción es también variada. Mientras que en Chile y Uruguay las percepciones son relativamente bajas, en Paraguay, Haití y Venezuela son relativamente altas.
Como argumenté recientemente en un capítulo de un libro, la tendencia en los datos sobre percepción vinculadas a un alto crecimiento económico mostraba hasta hace poco que los niveles percibidos de corrupción en América Latina estaban bajando un poco. Sin embargo, la desaceleración del crecimiento económico, los escándalos de alto perfil y debilidades en un sin número de áreas de políticas públicas, han continuado nutriendo y reforzando altas percepciones de corrupción. Por ejemplo, la serie de datos de LAPOP muestra que el porcentaje de personas que reportan haber experimentado intentos de soborno se mantiene relativamente estable desde el 2006 a un promedio del 20%. En el 2014, 1 de cada 5 personas en América Latina reportaba haber experimentado un intento de soborno durante el último año. De igual forma, oficiales públicos en la mayoría de los países de América Latina siguen siendo ampliamente percibidos como corruptos. De acuerdo a los datos de LAPOP, en el 2014 más del 38% de personas que respondieron a la encuesta dijeron que la corrupción era muy común en sus países y casi el 80% describía a la corrupción como “muy común” y/o “común.” Desde el 2004, esta tendencia se ha mantenido relativamente estable.
Como documenté en un reciente capítulo en un libro el otro lado de una persistente percepción de corrupción en América Latina es la impunidad. Esto sale a la luz por la débil confianza en los procesos y sistemas judiciales. La idea de que no hay costos morales, financieros y otros que castigue el comportamiento corrupto, tiende a empoderar a las personas corruptas y alimenta la desilusión y apatía de la ciudadanía, cuando ven que no se está haciendo justicia. En este contexto, mecanismos externos al diseño institucional nacional, como la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala o más recientemente la Misión de Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (MACCIH) se convierten en luces de esperanza para una mejor justicia.
Cuando los ciudadanos perciben y sienten que sus gobiernos son incapaces de gestionar, mantener y ampliar las oportunidades económicas, frenar la corrupción, y proporcionar seguridad es probable que el apoyo al sistema de gobernabilidad democrática se ve afectado adversamente. Datos de LAPOP ya muestran esta correlación. Así, mientras que hay altas expectativas para las instituciones de la gobernabilidad democrática en América Latina, la legitimidad de que el sistema funcione para la mayoría es relativamente baja. Como argumenté anteriormente en un Documento de Trabajo, elementos específicos de legitimidad en América Latina, como la baja confianza en el sistema judicial, las altas percepciones de la corrupción y la impunidad, la alta inseguridad ciudadana, la baja confianza interpersonal, las altas percepciones de injusticia económica, y los procesos opacos de toma de decisiones, debilitan el apoyo óptimo hacia el sistema de gobernabilidad democrática y están ayudando a mantener altas las percepciones de corrupción.
La región de América Latina ha desarrollado durante las últimas tres décadas importantes derechos democráticos. Por otra parte, un extenso análisis de las disposiciones legales e institucionales en América Latina puede revelar que existen muchas buenas leyes y las instituciones necesarias están en su lugar para reducir o prevenir el riesgo de la corrupción, aunque no se cumplen en su totalidad. Y si bien la impunidad sigue siendo intensa, los sistemas legales y de justicia en América Latina están adquiriendo capacidades para gestionar acusaciones de corrupción, investigarlas y sancionar si la evidencia lo requiere. Por otra parte, la sociedad civil y los ciudadanos están tomando iniciativas para luchar contra la corrupción y la impunidad. En 2015 enormes protestas ejercieron suficiente presión para que el Presidente de Guatemala renuncie en medio de alegaciones de ser parte de una red de corrupción en el sector de aduanas, y en Honduras, las protestas estallaron cuando un periodista local reveló que millones de dólares de fondos públicos del sistema de salud del país habían sido utilizados para financiar una campaña política. En México, los grupos de la sociedad civil están promoviendo la iniciativa de ley 3de3 que requerirá que funcionarios públicos hagan pública sus declaraciones de impuestos, activos y potenciales conflictos de intereses.
Sin embargo, a pesar de estos avances, persiste la percepción de corrupción en América Latina. ¿Por qué? Durante la última década, América Latina se ha convertido en una región de países de renta-Media (PRM). Haití es el único país de la región que se puede clasificar como un país de ingreso bajo (PRB). En ese sentido, la gran mayoría de los países en la región no son pobres, pero su riqueza no se distribuye equitativamente. Existe evidencia inicial que muestra que corrupción y desigualdad pueden ser factores que mutuamente se refuerzan entre sí. Pero la desigualad solo explica parcialmente la persistente percepción de corrupción en América Latina. Existe también un ángulo desde la gobernabilidad democrática. Debemos reconocer que la inmensa mayoría de los países de la región han consolidado su componente electoral en las últimas tres décadas. Sin embargo, el grado de desempeño de la gobernabilidad democrática es divergente. Mientras, que un grupo pequeño de países disfrutan de un crecimiento y niveles consistentes de desempeño de la gobernabilidad democrática, la mayoría de los países se encuentran todavía haciendo frente a los retos de la ampliación de la voz y la participación ciudadana, la equidad y la inclusión, y el fortalecimiento de los sistemas de transparencia y rendición de cuentas. Sería difícil señalar los elementos específicos que determinan los riesgos de corrupción en América Latina o en un país específico. Los riesgos de corrupción son más bien el resultado de una combinación y / o inter-juego de una serie de actores y factores. Además, dada la diversidad y heterogeneidad creciente en América Latina, en algunos casos, puede ser que sea más fácil de identificar, prevenir y gestionar los riesgos de corrupción. En otros casos, los riesgos de corrupción son más complejos, multidimensionales y sistémicos con una multiplicidad de actores, instituciones y sectores involucrados.
Hay, sin embargo, un número de conductores y problemas estructurales comunes que se puede vincular a los altos niveles sostenidos de percepción de la corrupción en América Latina. Por ejemplo:
- Un alto Índice Gini (desigualdad de ingresos);
- Disparidades en Desarrollo Humano (el progreso que se ve en agregado, desaparece o se reduce significativamente cuando los datos de desarrollo humano se desagregan al interior de los países);
- La dependencia en economías basada en recursos extractivos limita la creación y/o expansión de conocimiento y capacidades para innovar, y ayuda a perpetuar un pensamiento clientelista y fatalista;
- Para mucho países el sector informal sigue representando una fuente clave de empleo que está afuera del control y regulación directa gubernamental;
- Baja movilidad y oportunidades (a pesar de crecimiento económico, las emigración y remesas son todavía significativamente importantes), lo cual en varios sectores ayuda a justificar clientelismo y/o prácticas corruptas para acceder a empleos y servicios;
- Baja confianza inter-personal y en instituciones democráticas (riesgo de vulnerabilidad, desinversión en valores democráticos, afectando adversamente la resiliencia y la acción colectiva);
- Alta centralización y proceso decisorio centralizado de arriba hacia abajo, en detrimento a una política fiscal y distribución de recursos más equitativa, lo cual refuerza la discrecionalidad y un proceso decisorio opaco;
- Procesos presupuestarios opacos (pocos datos, gobierno abierto incompleto);
- Desempeño gubernamental no medido (no hay métricas y si las hay no se hacen publica o analizan);
- Baja participación ciudadana y desinversión en acción colectiva y bienes colectivos; y
- Prensa y medio co-optados y/o capturados
Al mismo tiempo, se observa una concentración extrema del poder en el ejecutivo y en las figuras personalistas de presidentes. Este patrón se mantiene, a pesar de una tendencia lenta hacia un sistema más descentralizado y / o plural de los arreglos institucionales. El equilibrio de poderes permanece débil y las disposiciones para garantizar la autonomía de las instituciones reguladoras o de control son pocas, a menos que estén respaldadas por actores externos (por ejemplo, en Guatemala la CICG por Naciones Unidas).
Lo cierto es que el Estado en América Latina permanece débil y permeable, y como no se hicieron inversiones sustantivas, el Estado tiene una débil infraestructura democrática y de control que sigue siendo vulnerable al clientelismo y a la gestión opaca. Debido a que otros enfoques más efectivos de gestión pública no se han fortalecido y/o institucionalizado, las viejas y tradicionales prácticas alimentan las fuerzas sistémicas de la corrupción y capturan al Estado. El clientelismo, las prácticas corruptas y la impunidad son un caldo de cultivo, más aun cuando hay poca presión desde la ciudadanía y sociedad civil. Si bien simplista y genérica, esta narrativa ayuda a enmarcar algunos de los temas más salientes que afecta la alta percepción de corrupción en América Latina.
¿Se puede hacer algo para reducir la alta percepción de la corrupción en América Latina? La respuesta corta es sí. La percepción y las prácticas de corrupción se pueden abordar con reformas y acciones de gobernabilidad democrática a corto, mediano y largo plazo. Estas tienen que hacer frente a todas las dimensiones del problema, tales como las dimensiones individuales, organizacionales, institucionales y sistémicas. Si bien la solución depende tanto del gobierno como de los gobernados, los gobiernos por lo general no toman la iniciativa y/o promueven las acciones necesarias a menos que sientan presión desde sus comunidades. Rara vez las sociedades pueden controlar y o reducir los riesgos de corrupción solo con sanciones, campañas de moralidad, reformas constitucionales y / o reformas administrativas. Más bien, las sociedades y las comunidades necesitan fortalecer su capacidad individual y colectiva para analizar y medir el reto, movilizarse para actuar contra las prácticas corruptas y elevar los valores y principios de la gobernabilidad democrática a lo más alto de la agenda política para que el liderazgo y la voluntad política puedan tomar acciones para empezar a quebrar el círculo vicioso de la corrupción.
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