Históricamente, la evolución del Estado como entidad sociopolítica, burocrática y gobernante ha respondido a las necesidades o demandas específicas de la sociedad, a veces generadas por procesos externos, otras por procesos internos y, a menudo, por una combinación de factores internos y externos. Por ejemplo, a medida que se desarrollaba la agricultura, la gente dejó su comportamiento nómada y la propiedad privada se volvió importante y se necesitó una vida comunitaria más organizada. En este contexto, el Estado evolucionó como un actor clave para definir, proteger y transferir la propiedad privada. Del mismo modo, entre finales del siglo XII y XIV, el paso de un sistema feudal a ciudades-estado respondió a la necesidad de imponer alguna forma de gobierno y seguridad a vastos patrimonios de tierras no controladas. Durante los siglos XVII y XVIII, el paso de las monarquías absolutas y los territorios coloniales a los estados constitucionales e independientes respondió a la necesidad de la autodeterminación y el surgimiento de la sociedad civil. Las aspiraciones de una forma de gobierno menos tiránica y de igualdad también han impulsado la evolución del Estado a lo largo de los siglos XIX, XX y ahora en la primera parte del siglo XXI. ¿Qué significan los eventos en 2020 para el futuro del Estado?
La Constante Re-Evolución del Estado
Dos eventos sísmicos han dado forma a 2020: una pandemia global y crecientes demandas sociales en favor de más equidad y la expansión del Estado democrático. Para poner este momento actual en perspectiva, han pasado aproximadamente cuatro siglos desde que el Estado moderno surgió y evolucionó como una entidad sociopolítica y económica. Han pasado menos de doscientos cincuenta años desde que surgió y evolucionó la primera ola de los llamados estados democráticos. Y, solo en las últimas cuatro décadas, la mayoría de los estados comenzaron a adoptar alguna forma de gobierno democrático. Ya con dos décadas en el siglo XXI y antes de Covid-19, se registraba una desaceleración del impulso democrático en todo el mundo, tanto en los sistemas democráticos consolidados como en los emergentes. Antes de Covid-19, la gobernabilidad democrática estaba siendo cuestionada desde dos frentes. Primero, conceptualmente en términos de si los valores tradicionales, liberales y democráticos occidentales podrían adaptarse a una variedad de entornos políticos diferentes y nuevos, y si valores no liberales y no occidentales podrían alimentar nuevas formas de gobernabilidad democrática. Y segundo, la gobernabilidad democrática también estaba siendo cuestionada en términos de su desempeño, ya que la gente en la mayoría de los países democráticos parecía estar extremadamente decepcionada por los resultados económicos y sociales de la gobernabilidad democrática. Este debate estaba dando paso a centrar la atención en el retroceso democrático y la expansión de regímenes más autocráticos, así como en la capacidad del Estado para rendir cuentas y promover políticas públicas más inclusivas.
De igual forma, dentro del debate acerca de la gobernabilidad democrática se cuestionaba el papel y el futuro del Estado. No solo había planteamientos acerca del repliegue del Estado y si era o no indispensable, sino también cómo el mercado y la tecnología habían reemplazado al Estado como principales fuerzas regulatorias en las sociedades. Sin embargo, el Covid-19 y sus efectos han confirmado que estos planteamientos eran algo inconclusos. El ultimo y actualizado Informe Edelman de Confianza 2020: Confianza y la Pandemia Covid-19 reveló un cambio significativo en el panorama de confianza desde enero 2020. El informe actualizado a mayo 2020 muestra que en el contexto de la pandemia Covid-19, la confianza en los gobiernos de 11 países incluidos en el estudio incremento desde la última medición en enero 2020. El gobierno se convirtió en la institución más confiable por primera vez en la historia de 20 años del estudio Edelman. De acuerdo con el último Informe Edelman de Confianza, los encuestados preferían el liderazgo de los gobiernos en todas las áreas de respuesta a la pandemia. Por ejemplo, proveyendo ayuda económica (86%), regresar el país a la normalidad (79%), contener Covid-19 (73%), e informar al público (72%). Esto reflejaba tiempos sin precedencia cuando la respuesta de los gobiernos en todos sus niveles podría hacer la diferencia entre la vida y la muerte.
Otros estudios confirmaron que a pesar de la interrupción que Covid-19 ha causado, ha tenido un impacto sorprendentemente positivo en la confianza hacia los gobiernos. La Grafica 1 abajo muestra el reconocimiento en todas las regiones del mundo del papel crucial del Estado en la respuesta a Covid-19. En términos más generales, la magnitud de la pandemia es diversa en todos los países, y algunos han logrado limitar la propagación de la enfermedad y prevenir muertes. Sin embargo, de acuerdo al Índice Global de Seguridad en Salud (GHS por sus siglas en Ingles), el primer análisis completo y comparativo acerca de la seguridad en salud en 195 países todos los sistemas de seguridad en salud son fundamentalmente débiles. Según el estudio, ningún país está completamente preparado para epidemias o pandemias, y que todos los países tienen importantes brechas que cerrar.
Las presiones y demandas hacia la autoridad del Estado por parte de los ciudadanos y los grupos sociales han crecido constantemente durante las últimas décadas, para ampliar las oportunidades, crear riqueza y apoyar políticas a favor de la igualdad y equidad. Del universo de estados en el mundo de hoy, un puñado ha demostrado una fuerte capacidad externa e interna para manejar y enfrentar el cambio, los conflictos y las incertidumbres. Otros, sin embargo, siguen fortaleciendo su capacidad, mientras que otros tienen un estado limitado y / o también pueden describirse como estados colapsados. Además, algunos países no invirtieron en el fortalecimiento de las instituciones democráticas y, en cambio, permitieron que personas con tendencias autocráticas gobernaran y dieran forma a un escenario menos que ideal para que siga floreciendo la democracia. Sin embargo, a pesar de esa diversidad, uno puede hablar de los estados modernos como un sistema de gobierno solo en un alto nivel de abstracción. Durante los últimos setenta años, los países en desarrollo y en transición han exhibido un alto grado de diferenciación institucional, y sus principales desafíos funcionales han dado lugar a un conjunto de arreglos estructurales y políticos cada vez más elaborados y distintivos (es decir, más débiles o fuertes; democráticos o no democráticos; centralizado o descentralizado; repúblicas federales o unitarias, presidenciales o parlamentarios).
Una cosa es afirmar que el Estado como institución podría estar en repliegue, y otra cosa completamente diferente es argumentar que algunos estados son deficientes en la configuración y el mantenimiento de la voluntad política, la autoridad institucional y el poder organizado para promover la expansión de oportunidades y derechos económicos, políticos, y sociales. Por lo tanto, la pregunta sobre el papel del Estado en las sociedades modernas no se relaciona necesariamente con la cantidad de autoridad externa e interna ejercida por el Estado, sino más bien con la calidad de esa autoridad. En muchos países, el Estado no ha cumplido adecuadamente con la función básica para la cual se creó el Estado como institución. Como Amartya Sen ha señalado, las oportunidades y las perspectivas de desarrollo y prosperidad dependen crucialmente de qué tipo de instituciones existen y cómo funcionan.
Hoy los países tienen diferentes niveles de institucionalización, y diferentes órganos constitucionales de gobierno con diversas funciones asignadas. Además, los límites de la unidad llamada Estado continúan evolucionando. Tanto en teoría como en práctica, la unidad siempre ha sido más o menos asumida. Pero nuevas tendencias y fuerzas, como la globalización, las desigualdades, la autodeterminación local y/o cultural y la inmigración entre las más importantes están desafiando los supuestos existentes y convencionales. Por ejemplo, el modelo de la Unión Europea (UE) ha presentado a los países con un dilema fundamental. Los Estados miembros pueden optar por preservar la autoridad de una unidad política democrática más pequeña dentro de la cual pueden actuar de manera más efectiva para influir en la conducta de su gobierno, a pesar de que otros asuntos importantes pueden necesitar respuestas más efectivas que van más allá de la capacidad gubernamental unilateral de ese gobierno. O podían optar por aumentar la capacidad a través de una unidad política más grande para tratar más eficazmente estos asuntos, incluso si su capacidad para influir en el gobierno fuera significativamente menor en la unidad más grande (la UE) que en la unidad más pequeña.
El dilema trasciende a la UE, ya que siempre y cuando las sociedades y economías dentro de los estados democráticos estén sujetas a influencias externas significativas más allá de su control, existirá el dilema. Por lo tanto, ha existido desde que la idea y la práctica de la democracia evolucionaron en la antigua Grecia hace más de 2500 años. Aunque los límites económicos y estratégicos del Estado son antiguos, solo recientemente la gente se ha empezado a dar cuenta que las acciones de un Estado pueden tener consecuencias para otros estados. Por ejemplo, el tema del medio ambiente y cambio climático. Lo mismo ocurre con la corrupción, ya que el fenómeno cruza fronteras en impacto e influencia. Incluso la capacidad de controlar la inmigración ha comenzado a escaparse del control soberano de los estados nacionales. Las acciones transnacionales afectan a todos los países en diversos grados, con mayor intensidad en los países en desarrollo y en transición. No obstante, las acciones localizadas también tienden a afectar a todos los países en diversos grados.
Sobre la Desigualdad y la Necesidad de un Estado Democrático más Inclusivo y Transparente
En las dos primeras décadas del siglo XXI, la evolución del Estado también ha estado acompañada de preguntas sobre la democracia y la lucha constante para articular valores y principios democráticos con el desempeño económico y las expectativas de los ciudadanos. Aunque técnicamente se puede argumentar que la democracia ha existido desde la época de Pericles, la gobernabilidad democrática en todas sus formas tiene apenas menos de doscientos cincuenta años y todavía está evolucionando. Además, no fue hasta la primera parte del siglo XX cuando la relación Estado-democracia-gobernabilidad fue centro de atención. La igualdad ha sido el valor más persistente asociado específicamente con la democracia. En los últimos 5000 años, las preocupaciones sobre los problemas de igualdad y desigualdad han llevado tanto al apoyo como al rechazo de la gobernabilidad democrática. Como Leon Baradat señala, en la mayor parte de la historia humana, la mayoría de los intelectuales progresistas no solo vieron la igualdad como una característica definitoria del gobierno democrático, sino que los conservadores también se opusieron a ella precisamente por la misma razón.
Aunque Aristóteles y Platón no estuvieron de acuerdo sobre muchas cosas, cada uno vio la democracia como una forma de gobierno de clase a través del cual la mayoría debería ganar. Aristóteles en particular en su Políticas argumentó que las constituciones reflejan los intereses de clase. Con unos pocos y los ricos a cargo, el resultado de la política democrática sería una oligarquía o, en el mejor de los casos, una poliarquía (o forma limitada de democracia, según Dahl). Por el contrario, con el poder en manos de muchos o de los pobres (las demos), se esperaría que el producto final fuera una versión mucho más inclusiva de la democracia, pero aún enfrentaría desafíos de complejidad y multiplicación de demandas. Por supuesto, a pesar del dilema en los últimos doscientos cincuenta años, la aspiración ideal de articular igualdad y democracia ha sido un tema constante de discusión y debate. Si bien el poder a menudo no se ha utilizado de manera imparcial, sino para favorecer al grupo o clase dominante, a través de las demandas sociales para reformar, se han dado pasos incrementales pero importantes en favor de más igualdad. Por ejemplo, sufragio universal (inicialmente solo para hombres blancos y luego para otros grupos y mujeres). La suposición ha sido que la democracia con iguales derechos políticos conduciría a demandas de mayor igualdad en las condiciones de vida.
Las ideas acerca de la democracia que implican no solo derechos legales formales y altos niveles de participación, sino también sustancia material, se reforzaron en el siglo XX, intensificándose en la última parte del siglo y en las primeras dos décadas del siglo XXI. Los partidarios del estado del bienestar, los defensores del paradigma del desarrollo humano y más recientemente una variedad los grupos de abogacía y sociedad civil endógenos en los países en transición promovieron la causa a favor de un mejor desempeño y entrega por parte de regímenes democráticos. La noción de democracia como un medio para expandir los derechos, la participación y el diálogo también proporcionó las bases para la Declaración Universal de Derechos Humanos en 1948, inspiró el llamado proceso de democratización de la “tercera ola” que comenzó en la década de 1970 en el sudeste de Europa y que luego se extendió a muchos países de América Latina, Asia, África y Europa oriental y central, y las llamadas “primaveras” (la primavera árabe). Desafortunadamente, los temores que Alexis de Tocqueville tuvo sobre la democracia limitada o incompleta, aún están vivos. La principal preocupación era que el poder político descontrolado en los estados democráticos podría continuar usando y reutilizando el poder para suprimir la igualdad, la transparencia y la rendición de cuentas, y así mantener la desigualdad y permitir una forma de gobierno más autocrática sin controles ni supervisión.
¿Cómo puede el Estado Reflejar Nuevas Comunidades Políticas Locales Emergentes?
El papel del Estado ha sido una característica clave del debate en torno a la democracia y la igualdad. Tradicionalmente, el debate se ha centrado en dos puntos de vista opuestos. Por un lado, hay quienes están a favor de utilizar al Estado como agente de transformación social. Se argumenta que un estado democrático podría desarrollar economías y alterar las sociedades de tal manera que respondan a las necesidades humanas. Subyacente a esto estaba la creencia de que el estado democrático podía encarnar la voluntad colectiva de manera más efectiva que el mercado, el cual favorecía intereses privilegiados y estrechos. Por otro lado, hay quienes consideran al Estado como un tirano potencial y, por ello, se venera la libertad y el potencial productivo del mercado. Durante las últimas dos décadas, mientras las teorías neoliberales permanecieron dominantes en la práctica, el péndulo comenzó a moverse hacia enfoques más orientados al Estado, y la pandemia Covid-19 por ahora ha movido aún más el péndulo en esa dirección. Además, los enfoques emergentes orientados al Estado ya no se centran exclusivamente en los niveles nacionales, sino en los gobiernos locales.
El cambio de época es difícil de comprender a medida que ocurre. Pero hay una rara claridad en el cambio histórico que ahora está en marcha en los estados nacionales de todo el mundo. El desarrollo del estado-nación se está moviendo desde una era en la que la consolidación de unidades de gobierno homogéneas fue el valor primordial en la política y el desarrollo económico, hacia una era donde la heterogeneidad de la sociedad, la nación y las personas se ha introducido en la línea frontal del pensamiento y el debate. Las personas en todas partes sienten este cambio a medida que analizan las consecuencias del cambio democrático y económico y los efectos de la globalización y los procesos de reidentificación sociopolítica. Parece que estamos presenciando la culminación de un ciclo en los EE. UU. y otros países, y la lenta aparición de algo aún amorfo, pero centrado en el espacio político y de políticas públicas locales. Una encuesta reciente en los EE. UU. encontró que el público consistentemente confía más en los gobiernos estatales y locales que en el gobierno federal cuando se trata de gestionar la crisis.
Los estados ya no son similares a los del siglo XIX, ni tampoco a los del siglo XX. A medida que la vieja sociedad de estados-nación decae gradualmente, aparecen nuevas formas potenciales. Esta nueva sociedad se enfrentará a todo tipo de desafíos internos y externos derivados de las innovaciones estratégicas y la decadencia continua de las instituciones nacionales, las condiciones socioeconómicas y políticas, y la formación y reformación de comunidades democráticas más localizadas dentro de las fronteras y entre fronteras, lo cual afectará la capacidad de gobernar.
Fue el mismo Alexis de Tocqueville quien, mientras viajaba por los Estados Unidos, observó cómo los ciudadanos en la década de 1830 estaban profundamente comprometidos con sus gobiernos locales, ya que sabían que tener un interés invertido en sus comunidades locales significaba el éxito para todos. El gobierno y la gobernabilidad local pueden ayudar a fortalecer la cultura de la rendición de cuentas, las normas de justicia y prevenir la inestabilidad social. En el proceso de reinventarse, los gobiernos locales tendrán que aprender a navegar por un nuevo y más complejo diseño institucional, que deberá basarse en tres dimensiones distintas pero relacionadas: 1) local/nacional; 2) local/regional; y 3) local/internacional.
El nuevo estado democrático localizado podría ser el nuevo espacio para la renovación de la política y la política pública. Un espacio para discutir nuevas formas de producción, redistribución de recursos, cómo evitar riesgos, políticas educativas y de salud, formas de crear más oportunidades, la necesidad de reconstruir ciudades y construir regiones, y la gestión de una sociedad cada vez más multicultural. Las comunidades políticas locales continuarán fortaleciéndose y exigiendo derechos, participación y rendición de cuentas, e influirán en un nuevo despliegue de instituciones políticas. La democracia como una forma de organizar el Estado se alejará de ser identificada estrechamente solo con elecciones competitivas de liderazgo político basadas en el territorio. Cada vez más, los mecanismos de representación política tendrán que encontrar otras formas de lograr los ideales centrales de la política democrática y evitar la polarización. El reemplazo y la descentralización de una lógica del Estado nacional como una fuente única de orden y desorden es, en el mejor de los casos, es un proceso a largo plazo. Pero hay ya algunos indicadores menores, pero significativos y esperanzadores, que apuntan a la emergencia de una nueva lógica más localizada y equitativa de acción social y política democrática.
*Fuente de la Foto: Pexels, 2020.