Con frecuencia tanto amigos como adversarios han descrito mis trabajos y análisis como institucionalista.  A ambos la respuesta es sí, soy institucionalista y orgulloso de ello. En las Ciencias Políticas, la perspectiva institucionalista es a través del lente de instituciones.  En la mayoría de los sistemas políticos el comportamiento de actores se estructura a través de instituciones formales e informales.  Podemos encontrar evidencia en todo el mundo acerca de cómo las instituciones forman la identidad, el poder y las estrategias políticas. De igual forma, cómo el desempeño institucional se alimenta de factores políticos, sociales y económicos.     Si bien la legitimidad y autoridad pueden ser ejercida sin ninguna frontera institucional – por ejemplo, en dictaduras y regímenes caudillistas — instituciones de auto-gobierno pueden generar una manifestación menos subjetiva y personalista de esa legitimidad y autoridad.    Las instituciones puedes ayudar a organizar el espacio político y el de políticas públicas, el poder y las formas en las cuales los actores pueden interactuar y maniobrar dentro de esos espacios y procesos.  El desafío es cómo hacer funcionar estas instituciones en el contexto de la gobernabilidad democrática.  En efecto, dictadores y gobiernos autoritarios pueden empoderarse a sí mismos, controlando instituciones como las fuerzas armadas, los parlamentos y el sistema bancario, y gobernar unilateralmente sin pesos y contrapesos y sin tener miedo a ninguna consecuencia por sus acciones discrecionales.  Pero es más difícil de formar, operar y articular instituciones en contextos más plurales, participativos y transparentes.    Se puede argumentar que Estados democráticos funcionales, operan a través de un conjunto de instituciones que restringen y promueven cumplimiento a través de procedimientos y reglas.    Las instituciones no son perfectas o una panacea para la gobernabilidad, pero ¿tienen algún papel, particularmente en la gobernabilidad democrática de hoy?

Si uno mira a la gobernabilidad como un ejercicio general de autoridad, ha habido en las últimas décadas una reducción consistente en el modelo de poder absoluto y sin restricciones.  Habíamos argumentado anteriormente que en teoría, la gobernabilidad democrática se ubica opuesta a la noción de gobiernos absolutos basados en privilegios de nacimiento, etnicidad, religioso y/o género, o basado en represión y opresión. Está claro que no hay un régimen de gobernabilidad perfecto, pero la modernización social y económica y el conocimiento han ayudado a que la humanidad evolucione y se acerque más a ideales y aspiraciones pluralistas.   Si bien algunos humanos todavía muestran preferencias por formas de gobierno jerárquico, autoritario y personalista, la emergente compleja y divergente sociedad para ser resiliente necesita normas procedimentales, reglas de consenso, competencia pluralista, y fuertes redes sociales y comunidades.  Elinor Ostrom y otros han argumentado que las instituciones pueden funcionar, particularmente si los individuos o ciudadanos organizados juegan un papel crítico en el diseño de reglas (formales e informales) institucionales, en su monitoreo y en hacerlas cumplir.

Como cualquier otro ecosistema, la gobernabilidad democrática es un agregado orgánico de sub-sistemas y otros elementos.  En principio, la gobernabilidad democrática promueve la cooperación entre actores del Estado y no estatales, y tiene como objetivo formar una agenda de políticas públicas inclusivas, y con soluciones sostenibles.   La gobernabilidad democrática es también un medio para contrarrestar los intereses estrechos, y así expandir las oportunidades, y traducir las políticas y la política a cambios sociales más amplios.  Como argumentaría Robert Dahl, un ecosistema de gobernabilidad democrática necesita no solos oficiales electos, y elecciones libres, justas y frecuentes, sino también libertad de expresión, fuentes alternas de información, y una ciudadanía inclusiva.  En la práctica, sin embargo, la gobernabilidad democrática es difícil de lograr, articular y sostener a través del tiempo.  Estamos siendo testigos hoy, en una nueva era para la gobernabilidad democrática, de una crisis.  El tiempo de arribo de las instituciones, la secuencia en las que han sido introducidas, cómo evolucionan, y su impacto, capacidad y fortaleza han variado en todos los países.  Mientras que en varios países hay oficiales electos, y tienen elecciones libres, justas y frecuentes, no en todos se ofrece y garantiza la libertad de expresión, tampoco tienen fuentes alternas de información o una ciudadanía inclusiva.

Un ciclo de la gobernabilidad democrática se está agotando, y una nueva etapa de renovación y transformación democrática esta sobre nosotros, tanto en democracias más antiguas como en las más nuevas.    Como tal, es el momento adecuado para pensar creativamente en sistemas institucionales y como hay que re-formar instituciones para que puedan responder mejor a las nuevas y emergentes matrices socio-políticas.  Si bien la ola de democratización global en los 1970s trajo una oportunidad de promover instituciones básicas, como constituciones y el estado de derecho, hoy tanto las democracias viejas como las jóvenes se encuentran en un cierto punto de inflexión.  En parte, los sistemas institucionales no han podido mantener el paso con el cambio rápido. Mientras que en el pasado los sistemas instituciones acompañaban o estaban adelante de cambios, hoy la velocidad y la diversidad de cambio está poniendo una fuerte presión en los sistemas institucionales para responder mejor.

El argumento de Douglass C. North en su trabajo ganador del premio Nobel se enfocó en el papel de las instituciones formales e informales de las sociedades, que eran diseñadas por los humanos para restringir y promover la interacción humana. La noción de las instituciones ha evolucionado y expandido desde el trabajo pionero de North.  Por ejemplo, el último Informe Mundial del Banco Mundial 2017 por ejemplo se enfoca en Gobernabilidad y la Ley, y expande el argumento institucional.  El informe plantea que las instituciones hoy en día tienen tres funciones claves que mejoran la efectividad de las políticas públicas: 1) permite compromisos confiables, 2) promueven coordinación, y 3) mejoran la colaboración.

Las instituciones no pueden ser entendidas en un vacío, más aún hoy donde sociedades en todo el mundo son más complejas y enfrentan una serie de desafíos que nunca antes han sido experimentados.  Por ello pienso que las instituciones hoy necesitan ser entendidas en el contexto de tres nociones aspiracionales.  Primero, desarrollo humano como fue conceptualizado originalmente por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en los 1990.  El desarrollo humano es la respuesta a la pregunta básica, ¿instituciones para qué?  El desarrollo humano simplemente plantea y asume que las personas son la verdadera riqueza de un país y que el desarrollo humano es todo sobre expandir las posibilidades de elección de la gente.  Amartya Sen, después complementó y refinó el paradigma de desarrollo humano enfocándose en temas clave tales como carencias, destitución, y opresión  como barreras para expandir las posibilidades de elección y oportunidades para la gente.  Sen argumentó que, a pesar de vivir en un mundo más rico, las carencias permanecían sin ser resueltas tanto en países ricos y pobres.  A pesar de progreso en varios frentes, la persistencia de la pobreza e insatisfacción de necesidades básicas, la frecuencia de hambrunas, la violación de libertades básicas, la exclusión de las mujeres, jóvenes y grupos vulnerables, y la amenaza al medio ambiente y al desarrollo sostenible, todavía son grandes desafíos para enfrentar en todas las sociedades.  El enfoque de desarrollo humano sirve como un medio y un fin para enfrentar estos desafíos y eliminar varios tipos de barreras que dejan a las personas con pocas posibilidades de elegir y con pocas oportunidades.  Arreglos institucionales efectivos para el desarrollo humano pueden ayudar a que se utilicen más eficientemente los escasos recursos, expandir oportunidades, e invertir en soluciones sostenibles.

La segunda noción aspiracional vinculada al institucionalismo es el papel del Estado.  Ayuda a responder la pregunta, ¿instituciones con qué?  El desarrollo humano promueve cambios en la sociedad para mejorar las vidas de la gente por varias generaciones, expandir sus posibilidades de elegir en temas de salud, educación, e ingresos, e incrementar sus libertades y oportunidades para participar significativamente en la sociedad.  Si bien el desarrollo humano se enfoca en el individuo y sus posibilidades de elección, requiere de un Estado que pueda organizar, facilitar y garantizar condiciones, nivelar el campo de juego, y promover transformaciones en beneficio de todos.  No abogo por un Estado totalitario que monopoliza o impone decisiones y se convierte en la respuesta a todo, sino más bien a un instrumento estratégico que pueda alojar el poder legítimo otorgado, que haga uso eficiente y transparente de la autoridad, y que tenga  alguna combinación de dispositivos y herramientas para controlar el uso arbitrario y discrecional del poder, y asegurar que el poder y autoridad estén siendo usados para el bien común.

Históricamente la evolución del Estado como entidad sociopolítica, burocrática y de gobierno ha respondido a necesidades o demandas específicas de la sociedad, a veces generadas por procesos externos, otras por procesos internos y, a menudo, por una combinación de factores internos y externos. Por ejemplo, a medida que la agricultura se desarrollaba, la gente reducía su comportamiento nómada y la propiedad privada se hacía importante, así una vida comunal más organizada necesitaba tomar forma. En este contexto, el Estado evolucionó como un instrumento clave para definir, proteger y transferir la propiedad privada. Del mismo modo, entre los siglos XII y XIV la evolución de un sistema feudal a ciudades-estado respondió a la necesidad de imponer alguna forma de gobierno y seguridad a vastos patrimonios de tierra que no tenían control alguno. Y, más recientemente, durante los siglos XVII y XVIII, la evolución de monarquías absolutas y territorios coloniales a Estados constitucionales e independientes respondió a la necesidad de una autodeterminación y al surgimiento de la sociedad civil. Las aspiraciones a una forma de gobierno menos tiránica han impulsado también la evolución hacia un Estado más democrático y descentralizado a lo largo de los siglos XIX y XX. A diferencia de los períodos anteriores, el siglo XXI trata de construir y reconstruir naciones que son, por una parte, más democráticas y, sin embargo, al mismo tiempo más complejas.

Así, el Estado para esta nueva era va más allá de los elementos tradicionales como el territorio, la centralización y la seguridad. Aún más, vas más allá de la premisa que hizo Gianfranco Poggi’s sobre la estatalidad como una extensión de la autoridad y el gobierno en el espacio territorial, y su presencia física como una raison d’etre.   Como argumentó el Informe de Desarrollo Humano del 2013, “un Estado sólido, proactivo y responsable desarrolla políticas tanto para el sector público como el privado basándose en un liderazgo y una visión a largo plazo, en normas y valores compartidos, y en reglas e instituciones que promuevan la confianza y la cohesión.” Así, el Estado para el desarrollo humano se convierte en el receptor de la legitimidad, autoridad, y los procesos decisorios, y ese papel se institucionaliza en instrumentos formales como son las constituciones o informales como son las colaboraciones espontaneas, y así ambos son contratos sociales que se traducen a ciertos derechos y obligaciones.

El libro clásico de Kenneth Dyson resalta la habilidad funcional de las instituciones para organizar restricciones y afectar cumplimientos, como el grado de “estatalidad” que guía la acción humana. En última instancia, Dyson se enfoca en el complejo paquete de instituciones que hacen el Estado, y el sentido de certidumbre que pueden generar para asegurar que las decisiones de interés común sean vinculantes.  En la gobernabilidad democrática, la autonomía e independencia son clave para la rendición de cuentas y los pesos y contrapesos, al igual que la coherencia, objetivos sustantivos comunes y el uso efectivo de autoridad.  De igual forma, como complementan Gretchen Helmke and Steven Levitsky, las instituciones más informales, como por ejemplo, normas compartidas sociales, usualmente no escritas, que son creadas, transmitidas, y se hacen cumplir afuera de canales oficiales, son parte del DNA de instituciones. Por último, el resultado de las instituciones de Estado tiene un impacto en la legitimidad, y crean una cierta paradoja que fue bien explicada por el trabajo de Guillermo O’Donnell sobre Estado burocrático y la democracia delegativa.  Por un lado, como se mencionó más arriba, las instituciones pueden ser utilizadas para favorecer tendencias y comportamiento despóticos, y/o autoritarios o no democráticos (clientelismo).  Por el otro, las instituciones pueden representar un caudal de fuerza y potencial para movilizar intereses colectivos, producir bienes públicos, y fortalecer la gobernabilidad democrática.  Básicamente, las instituciones pueden crear un círculo vicioso o un círculo virtuoso.

Además del desarrollo humano y el papel estratégico del Estado, para los institucionalistas como yo, la tercera noción aspiracional es el papel de los ciudadanos y el compromiso cívico. Esto ayuda a responder a la pregunta, ¿quién moldea las instituciones? Existe evidencia que comprueba que el desarrollo humano expansivo, y un Estado de desarrollo efectivo, dependen de valores cívicos, prácticas y compromisos. Cuando hay una sociedad civil activa, se fortalece la gobernabilidad democrática, y lo contrario también se cumple. La participación ciudadana es una institución esencial de la gobernabilidad democrática, ya que es el eslabón clave en la cadena de valor que facilita el círculo virtuoso de la gobernabilidad democrática. Los ciudadanos esperan un mejor gobierno, exigiendo servicios públicos más eficaces, transparencia, rendición de cuentas y actuando colectivamente para lograr bienes públicos amplios. Si bien esta expectativa y demanda pueden variar según los países y los niveles de gobierno (nacional o sub-nacional), y en algunos casos incluso están ausentes, las instituciones no pueden considerarse simplemente arreglos, sino medios para lograr y expandir el desarrollo humano. Como diría Robert Putman, las instituciones de gobernabilidad democrática no existen en el vacío solo para facilitar los procesos de toma de decisiones, sino lo más importante para producir bienes públicos, o ayudar a educar a los niños, garantizar redes de seguridad para los jubilados, prevenir la delincuencia y la violencia, crear empleos y promover la innovación, la investigación y el desarrollo, por nombrar sólo algunos. Como tal, no sólo el desarrollo humano es acerca de las personas y el papel del Estado sobre los mecanismos institucionales, sino que las instituciones no pueden entenderse sin el elemento clave del compromiso cívico.

Claramente el institucionalismo tiene dos caras: las más instrumental que está basada en arreglos, procedimientos, reglas y normas, y la más humana basada en individuos y/o la motivación colectiva de hacer compromisos para lograr bienes públicos.  En esencia, un institucionalista tiene que tener la habilidad de entender no solo la dinámica de estas dos dimensiones, sino más importante también analizar su interacción, y lo que produce esta articulación.  Este es un argumento en contra de una visión estrecha del institucionalismo, y se enfoca más bien en una noción amplia que promueve a las instituciones como mediador, pero también para nutrir el aspecto instrumental con aditivos como la deliberación y el dialogo propuesto por  Jon Elster, Seyla Benhabib, y Jurgen Habermass entre otros. Es entre la dimensión instrumental y humana de las instituciones donde se encuentra el epicentro de la política democrática.

Las instituciones son un factor sistémico para la gobernabilidad democrática. No son puras, perfectas o estáticas, pero mantienen juntos el ecosistema de la gobernabilidad democrática. Las instituciones proporcionan una plataforma básica desde donde este sistema puede ser expandido, adaptado y reformado en respuesta a las condiciones cambiantes. Proporcionan la infraestructura, las reglas y las normas para la interacción de actores estatales y no estatales, y para sostener a la red de interacciones. A través de diversos mecanismos, las instituciones pueden ayudar a gestionar la dinámica oferta-demanda en todos los niveles de gobierno y en diferentes espacios políticos (nacionales o sub-nacionales) y crear políticas y servicios complementarios para satisfacer las necesidades de una comunidad siempre cambiante y heterogénea. Sin embargo, la energía que fluye a través de los ecosistemas de gobernabilidad democrática se obtiene principalmente de las personas y el compromiso cívico que estas tienen. La acción colectiva, la deliberación, y el diálogo político juegan un papel importante en la sostenibilidad de la energía institucional.

El compromiso cívico es necesario para que la gobernabilidad democrática crezca y se arraigue y provea energía para mantener viva la atmósfera de gobernabilidad democrática, incluyendo el crecimiento y expansión de la participación ciudadana activa. La intensidad del compromiso cívico promueve la rendición de cuentas y la transparencia de la política y las políticas públicas. Como tal, la plataforma institucional básica debe basarse en individuos que no sólo estén dispuestos a participar activamente solos o como grupo e invertir recursos (dinero, tiempo, conocimiento) para sostener el ecosistema, sino también en individuos que creen que los beneficios que obtienen al participar en el ecosistema superan los costos de los recursos que invirtieron en esa tarea. Como tal, el desarrollo y fortalecimiento de os sistemas institucionales son producto de un esfuerzo humano, como fue explicado por Mary Douglas en su libro clásico, Como Piensan las Instituciones.  Douglas sostiene que las instituciones deben basarse en una base de conocimiento compartido y que, a la inversa, todo conocimiento implica y descansa sobre una base institucional particular.

El aspecto institucional de la gobernabilidad democrática es de suma importancia hoy en día, ya que estamos presenciando el retorno del populismo y el autoritarismo. El argumento de que una nueva sociedad turbulenta, con diferentes personas, problemas e ideas, más desconectada de su realidad interna y más interconectada con elementos globales, ha sido usado para explicar el ascenso del populismo y el autoritarismo como protectores del status quo y un modo tradicional de vida.  Del mismo modo, la disminución de la confianza en las instituciones de gobernabilidad democrática se utiliza a menudo para mostrar cómo el sistema está quebrado y sesgado a favor del 1%, y cómo esto contribuye al aumento de la desigualdad.  La desconfianza en las instituciones de gobernabilidad democrática está incluso ligada a la percepción de la gente que sus países no están avanzando en la dirección correcta, y al por qué no tienen confianza en los líderes actuales o los políticos tradicionales. Por lo tanto, en este contexto, la gente tiende a favorecer el argumento para elevar al poder a “los de afuera/outsiders,”  y luego descubrir que no son más que charlatanes, ideólogos, racistas y simplemente ineptos para gobernar. Si bien algunos de los desafíos mencionados son reales, hay evidencia para apoyar los reclamos, y hay que resolverlos, no todos estos desafíos son el resultado de la falta de confianza en las instituciones de gobernabilidad democrática por sí sola. Lo que estos desafíos muestran es más bien una realidad compleja, que refleja que las actitudes hacia la gobernabilidad democrática son solo una parte de la explicación de la dinámica de la gobernabilidad democrática en el siglo XXI.

Un estudio reciente de Edelman de 28 países muestra evidencia de la realidad actual que es mucho más compleja e implica una aproximación más amplia que habla de una crisis sistémica, y no sólo de un aspecto del sistema. El estudio muestra que estamos en una tormenta perfecta que se sustenta sobre la base de un círculo vicioso. Como se ilustra en el Gráfico 1, la confianza en las instituciones no es sólo una función de cómo los gobiernos se comportan en relación con las expectativas que tienen las personas. También es una función de una serie de otros elementos, como la falta o erosión del sistema de creencias y el creciente temor económico y social. A su vez, más personas son vulnerables al miedo, lo que erosiona aún más la confianza en las instituciones de gobernabilidad democrática y la falta de voluntad de las personas de invertir en sus sistemas y procesos políticos democráticos. Todo esto nutre la percepción de mal desempeño gubernamental y hace que el gobierno se vea más distante de las experiencias cotidianas y necesidades de la mayoría de los ciudadanos. Hoy en día, estas percepciones se intensifican aún más por los medios de comunicación (prensa, televisión y medios sociales), que han encontrado más canales y modalidades de expresión e información, pero sin asegurar necesariamente la veracidad, la objetividad, un análisis sustantivo, y contenido pedagógico.

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Así, la gobernabilidad democrática hoy parece estar atrapada, porque la gente no quiere participar en las elecciones ya que no ven incentivos o ganancias y les resulta más difícil participar en los procesos decisorios de políticas públicas. Y si participan en las elecciones, muchos están votando con sus temores y no evaluando la validez y factibilidad de las promesas o el impacto en sus intereses económicos.  La paradoja es que el voto desinformado da la oportunidad a “los de afuera/outsiders,” y populistas de tomar el poder, usando la única moneda que tienen, que es el miedo y la división. Esto permite el surgimiento de líderes y políticas que debilitan los sistemas institucionales democráticos.

Estamos experimentando un momento de pesimismo sin duda. Pero seamos claros, el populismo no se trata de instituciones. No se trata del desarrollo humano, ni de un papel constructivo para el Estado, ni del compromiso cívico. Precisamente, el mundo ideal para los populistas es uno sin instituciones y sociedad civil activa, donde el caos y la polarización se enraízan. Claro hay que reconocer que la autoridad esta hoy dispersa, que las comunidades son más diversas, la desigualdad y la exclusión son reales, y por supuesto la complejidad y la incertidumbre siguen siendo altas. Sin embargo, el populismo, y mucho menos la versión personal del populismo, no es la respuesta a los retos de la gobernabilidad democrática hoy en día en el mundo.  Necesitamos buscar y encontrar una nueva forma de gestión para sociedades complejas, una que no esté centrada en el supuesto de sesgo de que las instituciones son sólo relevantes para la parte instrumental de la gobernabilidad. Necesitamos traer de vuelta las dimensiones humanas y sociales al enfoque institucional de gobernabilidad. La fuente del cambio no puede venir solamente del gobierno, ni las elecciones pueden traer el cambio por sí mismas. Se debe incluir mucho más que a solo los gobiernos y los políticos.

El futuro está abierto a la reconstrucción de las instituciones. Este malestar e insatisfacción deben conducir a cambios creativos. Se necesita una nueva visión para la humanidad, la comunidad y los bienes públicos inclusivos. Una que trae de vuelta una brújula moral para el gobierno, asegurando pesos y contrapesos, un ethos de servicio público y rendición de cuentas. Pero eso no ocurrirá desde el gobierno, ya que muchos han encontrado maneras de vivir cómodamente del gobierno y no tiene incentivos para cambiarlo. Sucederá sólo si los ciudadanos actúan colectivamente y demandan masivamente cambios, y si los ciudadanos encuentran nuevos micro-lugares para recrear y vivir una vida democrática, como en el espacio local, las pequeñas ciudades o las grandes urbes. La avaricia, el narcisismo y la hostilidad no tienen cabida en la gobernabilidad democrática, y éstas deben ser reemplazadas por una energía localizada e inquieta de los ciudadanos para poder alimentar y generar una nueva ola de instituciones democráticas.

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